Recuerdo mirar por la ventana ese miércoles en la mañana. El cielo estaba inmenso.
Un azul tan grande, tan imponente.
Me apoyé en la ventana, las mallas entorpecían un poco la vista, en silencio, sin saber qué hacer con tanto sentir.
Al otro lado del continente —en Colombia— mi hermana estaba en su lecho, su cuerpo ya cansado, su aliento cada vez más lento.
Y yo desde Chile, sin poder tocarla, sin poder despedirme, sin poder abrazarla por última vez.
Pero el cielo…
Ese cielo enorme y suave era lo único que compartíamos en ese momento.
Eso me sostuvo.
Me dije: aunque estamos lejos, estamos bajo el mismo cielo. Aunque no puedo estar allá, puedo acompañarla desde aquí.